Annie Ernaux: Tal vez me equivoque, pero tengo la impresión, Rose-Marie, de que te vi por primera vez en aquel coloquio que tuvo lugar en la École Normale Supérieure (ENS) en enero de 2001. Te conocía por tus artículos en la revista Actes de la recherche en sciences sociales, a la que me había suscrito en 1984. Eras una de las pocas mujeres que escribían en ella. Había otra que recuerdo, Yvette Delsaut. Recuerdo muy bien ese coloquio por una razón personal: la dificultad que había experimentado durante la víspera para preparar mi ponencia tras una noche en vela debido a una ruptura sentimental. Así que no me sentía nada cómoda. En la comida, estábamos la una frente a la otra y recuerdo que hablamos mucho, reconociendo mutuamente nuestras trayectorias. Cuando se publicó tu libro Se ressaisir el año pasado [2021], me acordé de aquel momento y lo único que quería entonces era descubrir lo que habías escrito. Te leí de una forma que nunca me ocurre con un sociólogo —Bourdieu es otra cosa—, es decir, en un estado constante de comparación, de evaluación, que al mismo tiempo ayuda a entenderse a una misma. Fue un verdadero diálogo entre tú y yo. Cuando nos conocimos en 2001, sin duda me dijiste que pertenecías a una familia muy numerosa, aunque lo había olvidado. Sin embargo, me pareció que era esta la gran diferencia entre nosotras, ya que yo soy «hija única» (¡fíjate que con frecuencia eso se consideraba un insulto en mi infancia!). Pero, como mujer y de la misma edad que tú, me reconozco la mayor parte del tiempo en tu libro, cuyo subtítulo, Enquête autobiographique d’une transfuge de classe féministe, podría definir mi propia investigación en literatura.
Rose-Marie Lagrave: ¡Qué memoria tienes! Me has hecho recordar aquel primer encuentro en la ens con Christian Baudelot, uno de tus más fervientes admiradores; luego nos volvimos a ver en la entrega del Premio Simone de Beauvoir y en la presentación de una película en Pantin. En estas ocasiones, te recordé que teníamos una amiga común —M. V.— con quien pasé mis años de internado en el instituto de Caen, y que participaba en el campamento de verano de Clinchamps que mencionas en Memoria de chica. Pero mi primer encuentro contigo data de la publicación de tu primer libro, Los armarios vacíos. De libro en libro, ya nunca te dejé escapar; corría a las librerías con cada nueva publicación. Y no era la única; muchas mujeres de la generación de Mayo del 68 se identificaban o se veían reflejadas en tus obras. Allí encontrábamos un camino, sin duda diferente del tuyo, pero que traducía poderosamente lo que sentíamos sobre las limitaciones de la época, la manera de sentir rabia por las asignaciones de género, la voluntad de escapar de ellas a pesar de todo. Tu escritura, con su alcance universal, arrastraba a las otras consigo, y yo quedé atrapada en su red. Me reconocía completamente en tus textos, a pesar de las distintas experiencias y acontecimientos vividos, ya que, a diferencia de ti, no he sufrido ni aborto ni violación. Aportaste a nuestra generación una especie de brújula sin carácter normativo, basada en la escritura de experiencias comunes, para emanciparnos de las limitaciones y los determinismos sociales en los que estábamos atrapadas e intentar, en la medida de lo posible, dejarlos atrás. Nos abriste puertas animándonos colectivamente a encontrar recursos en nosotras mismas para diseñar, a grandes rasgos, un mundo mejor. Tus libros eran un incentivo y un apoyo constante: sí, no estábamos solas, ella está ahí, y ahí sigue. Cuando escribo en mi libro: «Ella mira por encima de mi hombro», no es una simple metáfora, sino una forma de establecer una afortunada conexión. Acuérdate, en los años setenta había un sinfín de colecciones «de mujeres»: «Autrement dites» en la editorial Minuit; «Le temps des femmes» en Grasset; «Femmes» en Denoël-Gonthier; «Elles-mêmes», «Femmes dans leur temps», «Voix des femmes» en Stock o también «Libres à elles» en Seuil. Todavía conservo esos libros en mi biblioteca, donde Christiane Rochefort, Michèle Manceaux, Marie Cardinal, Benoîte Groult y Mariella Righini ocupaban un lugar destacado. Estas colecciones duraron unos diez años. En tu caso, Gallimard publicó enseguida tus libros, señal de que escapaban a una moda editorial pasajera, abriendo un registro de escritura inusual, «como un cuchillo».

A. E.: En aquella época, yo militaba en el Movimiento para la Liberación del Aborto y de la Contracepción, el MLAC, y el escenario de la novela que acababa de escribir, Los armarios vacíos, era un aborto clandestino. Sin embargo, este escenario no es el asunto del libro, que es la ruptura progresiva entre el medio obrero y el mundo burgués legítimo que la protagonista, Denise Lesur, experimenta a través de los estudios hasta terminar la carrera en la facultad de Letras. Evidentemente era autobiográfica, incluido lo del aborto. De forma un tanto instintiva, o por desconocimiento del mundo de la edición, no intenté enviar el manuscrito a una editorial que incluyera una colección «de mujeres» porque el tema —hoy diríamos «una trayectoria de tránsfuga de clase»— no me parecía que correspondiese en absoluto únicamente al género femenino. Lo envié a Flammarion, que lo rechazó muy rápidamente, a Grasset —donde publicaba Christiane Rochefort— y a Gallimard, editorial de la que acababa de descubrir en la mesa de la librería de las Nouvelles Galeries de Annecy, donde yo vivía, las óperas primas de dos jóvenes nacidas el mismo año que yo…, así que ¿por qué no intentarlo? Y así fue como el azar —y en absoluto el prestigio de la «Collection Blanche» de Gallimard— me llevó a una casa que, como mínimo, estaba en las antípodas de mi mundo original.
Cuando salió a la venta, las críticas, en su mayoría muy positivas —Le Monde, Libération, L’Humanité—, hicieron hincapié en el «proceso emprendido» contra la cultura y la escuela, las heridas del ascenso social, la violencia de la escritura. Le Figaro, por su parte, puso el título —no me lo invento— «Ellas también tienen cabeza y corazón» para referirse a mi libro y el de otras dos autoras al mismo tiempo. No se publicó absolutamente ningún artículo sobre mí en la prensa femenina. Al mismo tiempo, Annie Leclerc, que había publicado Parole de femme, tuvo un éxito enorme, pero yo no. Fue duro ser consciente de la diferencia de acogida de nuestros libros…
R.-M. L.: Annie Leclerc formaba parte de la corriente llamada «feminitud» o «diferencialista», que se oponía al feminismo materialista, cuya figura emblemática era Christine Delphy. Annie Leclerc era todo lo contrario a ti. En Parole de femme (1974) o Épousailles (1976), hace del parto un auténtico disfrute…
A. E.: Ah, sí, lo recuerdo, y también la disertación sobre la ausencia del cuerpo de niña, su aversión a la menstruación, que le hacía sumergir los pies en agua fría para no tenerla, y más tarde su placer al sentirla fluir, su pesar porque las patatas que cocinaba con amor para su familia nunca parecían tan buenas como las del restaurante, etcétera. Pero hace cuarenta años que no releo el libro y puede que hoy lo leyera desde un punto de vista diferente. Debo admitir que me alegró saber que Simone de Beauvoir recomendaba leer Los armarios vacíos y evitar Parole de femme.
Significó mucho para mí que Simone de Beauvoir elogiara Los armarios vacíos. El segundo le gustó menos —Ce qu’ils disent ou rien— y así me lo dijo por escrito. Cuando se publicó La mujer helada, me entrevisté con Claude Courchay, escritor y amigo de Simone de Beauvoir, a la que veía con regularidad. Me preguntó si le había enviado mi libro y se sorprendió mucho al saber que no lo había hecho. ¿Por qué? Ya no lo sé. Miedo, sin duda, a una acogida poco entusiasta, como con el anterior.
Desde el principio, La mujer helada provocó reacciones ofendidas. Aún recuerdo la tormentosa reunión con los representantes de Gallimard, casi exclusivamente hombres —esta es una profesión donde perdura la segregación por género: los hombres viajan, las mujeres cuidan el hogar—, que me reprochaban la descripción que hacía de la condición de una mujer casada trabajadora y con hijo. Lo más caricaturesco, y también lo más violento, fue un programa de televisión, Aujourd’hui Madame, que se emitía por la tarde, en el que se invitaba a las lectoras a dar su opinión. Aquel día, por sus vestidos, sus joyas y su forma de expresarse, era evidente que las mujeres presentes pertenecían a la burguesía. Me abrumaron: «¡Señora, no debería haber tenido hijos si los considera una carga!». Yo intentaba dejar claro que esa carga debía ser compartida, pero eso, entonces, era algo que no se podía oír.
Al mismo tiempo, para muchas feministas, la asignación de las mujeres a las tareas domésticas, el cuidado de los niños y lo que ahora se denomina la carga mental no eran, de hecho, problemas reales. Solo un periódico, F Magazine, hizo una crítica en profundidad, escrita por la novelista Catherine Rihoit. Muchos de mis libros han sido polémicos, pero La mujer helada es diferente; fue objeto de negación. En 1981, no se podía aceptar en absoluto, porque lo que yo cuestionaba era algo impensable. Mientras que Pura pasión…
Annie Ernaux Rose – Marie Lagrave
Fuente: Eterna Cadencia